Es viernes y la tarde transcurre bajo el sol feroz.
Después de tener un agitado día en el siempre afanoso ritmo
universitario, decido cambiar la rutina para tomar un bus que me regrese a casa
lo más pronto posible.
Tras haberlo intentado con por lo menos otros tres,
finalmente logro abordar uno muy particular.
Se trata de un Sobusa, y en su interior cuelgan algunos
accesorios que se mueven entre juegos de luces y refranes populares, de esos
que resuenan con desparpajo y jocosidad en las esquinas del Caribe.
Con su actitud siempre atenta a lo que vislumbra el exterior
de la carretera va el conductor, quien en medio de la alta temperatura y un
recursivo ventilador, ubicado un metro arriba de su timón, se debate entre las
paradas, las arrancadas, los cambios, el cobro de los pasajes y los madrazos a
desdén que suelen lanzarle de vez en cuando.
En la línea de los insultos ya han transcurrido unos 20
minutos y cada cambio del motor se confunde con la música de una emisora local
que suena en la radio. En medio del trancón interminable que se teje entre
motocicletas, vendedores ambulantes y taxis mal parqueados a un costado de la
vía, se mezclan los pitos ensordecedores de otros carros que también se mueven
desde la lucha insaciable por confirmar que la culpa es del otro.
Un semáforo que cambia de verde a rojo permite que suban a la
tarima rodante dos artistas callejeros. Con atuendos de rapero y un altavoz moderno
saltan muy ágilmente el torniquete e interpretan una canción que se pierde con la
discusión que ventanilla a ventanilla sostiene el conductor con un similar de
su empresa, al parecer, por la siempre competencia hacia el reloj que los
obliga a correr y sacar de ellos los más
ágiles zigs-zags frente a peatones, motocicletas y andenes.
A la altura de la calle 72 un madrazo va y un madrazo viene.
“Desde la 51B y todo el viaje corriendo… voy con tiempo y no me has dejado
trabajar… ¿y entonces?”, exclama con voz autoritaria el conductor del otro lado,
en su afán por hacerse con los pasajeros que vendrán en el recorrido que aún le
resta.
Ante la mirada atónita de las aproximadamente 30 personas que
vamos a bordo, se siente el brusco arranque del conductor. Acomoda una y otra
vez la toalla blanca que cuelga sobre sus hombros y lo hace por la expresión
suscitada que brota tras ver a un sinfín de carros por delante. A las afueras
se incrementa el nivel ruidoso que se enmarca desde los puestos de comidas
ambulantes, la voz del animador que habla con un alto parlante a las afueras de
un almacén comercial y el desgaste de un hielo que a lo lejos hace un vendedor
del popular “raspao’”.
Por momentos pareciera que aquellas vibraciones se
alimentaran del voraz fogaje que sale del exterior del pavimento y que entra
por los oídos como una de las más crueles experiencias sonoras, aun estando sobre
la avenida que divide los universos auditivos del norte y sur de la ciudad.
Y al parecer, el escenario es similar en los
4.563 buses de servicio público que, según estadísticas de la Secretaría de
Movilidad del Distrito (a corte del 31 de agosto 2016), transitan diariamente
por las calles de la ciudad.
Su cifra de
accidentalidad es contraria a lo que en datos estadísticos debería reflejar la alta
velocidad a la que se desplazan, pues, hoy por hoy, este parque automotor ocupa
el sexto lugar en participación de accidentes de tránsito -en Barranquilla- con
un porcentaje de 2.74% del total registrados en el año, por detrás de
automóviles (49.1%), motocicletas (19.5%), camionetas (15.7%), camperos (5.9%)
y maquinaria de construcción (3%).
En paralelo a las historias del ocaso exterior, y luego de
casi 35 minutos de viaje, atravesamos sobre un sector del suroccidente que
rompe con la tranquilidad de todo un vecindario: un grupo de carros lujosos con
alto sonido en sus baúles y puertas abiertas pasan a gran velocidad sobre la sombra
de un pasajero que los ve desde el interior de la ventana de emergencia.
Al margen de las velocidades y en nuestro propio avance hacia
el sur de la ciudad comienzan a gestarse algunos sonidos musicales que el eco
logra arrastrar. Se escuchan a lo lejos los ecualizadores de un pick-up barrial que ameniza una reunión
de adultos que aprovechan la tarde para recrearse con una partida de
dominó bajo la extensa sombra de un roble. Metros más adelante, tras los
destellos característicos del ambiente casi dominical, se vislumbra el
recorrido de unas cincuenta personas que caminan sobre la calle que traza el
trayecto de un funeral que va camino al cementerio entre llantos y altos
parlantes que reproducen las letras de una ranchera popular.
Atrás dejamos el ambiente abierto y tranquilo que nos dejó la
geografía del norte. Tanto ha cambiado el universo de los ruidos que,
ciertamente, la fresca brisa ya no corre por las calles; quizá por la estrecha
distancia que separan a las casas del espacio público. Los escenarios se han
reducido y ahora la resonancia se refugia en el trancón que abre paso al
atardecer.
Restan pocas cuadras para finalizar mi recorrido y la
expectativa por llegar con antelación al parecer no se cumplirá. Estoy a punto
de abandonar el bus que me instauró la idea de que el ruido es uno de los
problemas de mayor inconsciencia social y respeto por el otro, y que puede,
incluso, seguir creciendo desmedidamente en paralelo al desarrollo urbano y
estructural de la ciudad.
Los decibeles permitidos quizá no se acerquen a lo que reposan
en la ley, pero los detalles de mi viaje refuerzan el sentido de que el respeto
por la armonía del otro también define el carácter democrático de la vida en
comunidad.
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