Vida entre tumbas

Por Juan Roa De Ávila

Es viernes y la tarde transcurre bajo el sol feroz. 

A mi llegada al Cementerio Universal de Barranquilla estrecho la mano de Cesar Aragón Mena, un hombre de 52 años oriundo del municipio de Plato, en el departamento del Magdalena, quien en el andar de la vida acumula ya más de 13 años ganándose la vida como sepulturero. 

Cierta inseguridad me embarga por desconocer el lugar, pero siendo coherente con mis intenciones le digo que vengo dispuesto a acompañarlo y, de ser posible, a asumir los gajes de su oficio por toda una jornada.

En medio de su duda, que a veces pareciera jugar con el cansancio que a esa hora del día ya le pasa factura, y luego de intercambiar algunas palabras en el silencioso ambiente del camposanto, César me invita a que vayamos a la calle que él y sus compañeros conocen como La 23. Allí, dos horas más tarde, una tumba vacía ubicada en lo más alto de una columna blanca y adornada de flores servirá como punto final de un servicio fúnebre.  


El Cementerio Universal es obra de la Sociedad Hermanos de la Caridad, una comunidad masónica.

Los amagues de brisa vienen acompañados por los alternados campanazos que el eco arrastra desde la entrada. Mientras toma lápiz, metro y mezcla para tomar la medida del cuadro de concreto que sellará la tumba, Aragón Mena recuerda que llegó al ejercicio de esta actividad por accidente, por allá en el 2002, como reflejo a la urgente necesidad de conseguir un empleo para generar sustento para su familia. 

“No es fácil trabajar con muertos. Esto, en realidad, no es para todo el mundo”, sentencia con autoridad.

Pero más allá del valor que le da a su labor, ahora la extensa tarea pasa por preparar la mezcla y traer el carro de andamiaje, ese mismo que ha empujado por más de una década y que le han provocado uno que otro accidente, entre ellos una lesión en su pierna derecha que recién llegado casi le hace perder su puesto.

Con este antecedente me estima que serán más de treinta metros que nos exigirán fuerza en el rodaje y resistencia a pequeños restos de concreto y arenilla que caerán sobre mis brazos, que ahora con un poco más de esfuerzo servirá para realizar el acabado de la tumba donde reposará el cadáver. 

Con los utensilios a nuestro alcance solo resta esperar la orden. Al tiempo que dos mujeres a mitad de la calle entre las tumbas aprovechan para poner flores en los nichos de sus familiares, este hombre de semblante tranquilo y con desparpajos de 'bacán caribe' insiste en abrir un debate sobre por qué el sistema económico en el que interactúa le presta más importancia a unas ocupaciones que a otras.



13 años acumula César Aragón Mena como sepulturero del Cementerio Universal de Barranquilla.

“Aquí nuestra labor es bien remunerada, pagan más del salario mínimo. Los domingos y festivos nos reconocen el triple”, afirma Aragón, quien ahora vive en Santo Tomás, Atlántico, y afortunadamente goza de los beneficios formales de un trabajador como Caja de Compensación, pensión y cesantías, algo que, según él, son factores para nada despreciables en comparación con el salario de otras personas que también ejercen su misma labor en otros cementerios.


La hora del sepulcro

Y se aproxima la hora. A lo lejos se ven algunos acompañantes cargando el féretro del fallecido Antonio Orozco Sierra. A paso lento se acercan hasta el punto que preparamos con una anticipación de casi dos horas.

Allí, unas 20 personas se reunirán para ofrecerle las últimas exequias a quien fuera su ser querido, a quien describen de paso como una persona 'intachable' y 'ejemplar' en el trasegar de la vida, como casi siempre suele ocurrir en el núcleo familiar. 

Pasada las 5 de la tarde, el sol se prepara para su pronto romance con el atardecer, cuando el llanto de algunos familiares se confunde con el rezo religioso de una anciana que le da el último adiós.

Por mi inexperiencia y la tensión final del sepulcro, César y otro operario deciden, sobre la marcha, que solo los asista con el paso de los utensilios.

Seguidamente, entre unos seis hombres ayudamos a subir el pesado ataúd a la tumba para que luego se cubierto con la tapa de cemento que previamente habíamos diseñado.

Pero la última morada del ahora fallecido vendría acompañada con la caída de la tarde y se agota el tiempo para César, a quien le estrecho su mano y le agradezco por haber sido parte de mi experiencia, pues ciertamente hace parte de uno de los oficios más invisibles pero a la vez interesantes y subvalorados que se cumplen en la sociedad. 

“Vivo de esto. Le he puesto la buena cara a mi trabajo, con esto estudian mis hijos”, asegura Aragón.

Mientras camino hacia la salida concluyo que más allá de ser un trabajo, es un medio para ganarse el pan de cada día. Una actividad que bien podría ser considerada de mucho empuje y valor que tiene su hora de inicio a las 8 de la mañana y su fin a las 5 de la tarde.

El reloj ya marca esa hora, salgo a la puerta y recuerdo que ser sepulturero va más allá del imaginario social, así como fueron las horas de una experiencia que no olvidaré nunca más.

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