Luego
de lo acordado semanas atrás entre el gobierno y las FARC en el penúltimo y
álgido punto de justicia transicional, en el marco del Proceso de Paz que se
lleva en La Habana, Cuba, se abre camino hacia un cuestionado debate que
amerita una reflexión crítica sobre lo que en adelante vamos a enfrentar como
país.
El
anuncio del presidente Juan Manuel Santos de acelerar el proceso en aras de
finiquitar una eventual firma por la paz, a más tardar el próximo 23 de marzo
de 2016, generó opiniones divididas.
Pero
más allá de los extremos, es necesario tomar posiciones que decanten el futuro
de los acuerdos con el fin de tomar acciones que ayuden a construir una paz
verdaderamente estable y duradera.
La
paz, en últimas, es un tema de intereses, pero que implica ceder de parte y
parte. Si hacemos un análisis retrospectivo de nuestro pasado reciente encontraremos
episodios que han tejido los hilos de nuestra realidad. El tema no pasa
por señalar con estigmas mediáticos a los grupos alzados en armas, sino en preguntarnos
sobre los verdaderos desafíos que hemos tenido, tenemos y tendremos como
nación.
El
normal desarrollo de los postacuerdos (término recientemente adoptado) implica
refundarnos como país y redireccionar nuestro rumbo. Y el desafío pasará por
aceptar a un país diferente.
La
violencia, por fin, dejará de ser la manera de solucionar nuestros conflictos
como sociedad.
Y
es precisamente allí donde todos y cada uno de los colombianos debemos
preguntarnos sobre el rol que ocuparemos dentro de nuestra propia subjetividad
política. Alcanzar a convencernos de que es posible crear una identidad que
apunte a politizar un país que, en su esencia, no conoce su historia y por
décadas ha sido ciego ante el poder.
Tener visión de país significa ser conscientes de nuestro papel en la construcción de un Estado más incluyente, equitativo y garante de oportunidades con ciudadanos verdaderamente comprometidos en el ejercicio participativo de la democracia.
Y
puntualmente ese cambio a ciudadanos empoderados, críticos ante el Estado que
nos pertenece, fue el que transmitió Jaime Garzón –que nunca se declaró de
izquierda- durante su vida. Detrás de su humor -que en últimas se reía del
poder- se configuró un mensaje de cambio en nuestra visión de país. Nos enseñó
que una Colombia mejor debía construirse sobre las bases de nuestra propia
identidad, respetando siempre el derecho a pensar diferente.
Porque
sí, en definitiva, ese es el sentido de vivir en democracia; una palabra
tergiversada hasta el punto de limitarla al ejercicio del voto.
Pero
a su vez, tiene que ver con el uso coercitivo que le damos como ciudadanos, que
es ser sujeto de derechos y miembro activo de unas garantías que por ley nos
garantiza el sistema. Todos, sin excepción alguna, estamos llamados a
participar de manera activa en las decisiones que nos afectan.
Mi
modesta opinión me dice que en Colombia no estamos educados para ser
ciudadanos. Prevalece la idea de que serlo es trasegar por un proceso formal
institucional (pasar por un colegio, ir a una universidad). Y no. Ser ciudadano
es reconocer el derecho del otro en el espacio, en la participación y en el
reconocimiento de la responsabilidad que desde la individualidad se tiene con
el colectivo.
Por
eso una sociedad que se cuestiona es preocupante para el poder. El ejemplo
claro lo encontramos en el surgimiento de la Unión Patriótica como partido
político con ideales de izquierda que, si bien creció exponencialmente, fue
exterminado en su mayoría por crímenes de Estado comprobados hasta nuestros días.
Muchos
de sus líderes fueron asesinados en medio de un contexto rodeado por el
crecimiento del narcotráfico y el fenómeno del paramilitarismo.
Y
eso nos dice algo como sociedad: el fiel reflejo de que en Colombia,
por lo menos hace varias décadas, no estaban dadas las garantías para ejercer
una participación política incluyente.
Así
mismo, ese panorama -ante la falta de esos escenarios verdaderamente
democráticos- dio paso al nacimiento de un grupo subversivo como el M-19 que,
comandado por Carlos Pizarro León Gómez, también se alzó en armas con la
bandera del bolivarianismo ante el radical desacuerdo con políticas estatales.
Posterior a su desmovilización, se organizaron como partido político,
participando, incluso, por la carrera a la Presidencia de la República, pero su
líder fue asesinado. Historia similar de lo que pasó con Bernardo Jaramillo
Ossa y Jaime Pardo Leal.
Esto
da pie para afirmar que hemos vivido una lucha por el poder limitada a la
violencia. En nuestro país la política dejó de ser una carrera de ideales y se
convirtió en un episodio empañado por la lucha armada. Pero aun así, es posible
hacer política sin que la violencia esté presente en ella.
Y
eso lo respalda el hecho de que aunque no es fácil cambiar nuestra cultura
política, sí es posible construir un proyecto de nación, arraigo e identidad
que nos brinde la unión para sacar adelante los verdaderos problemas que
tenemos y sobre los cuales nuestro propio conflicto armado nos ha robado la
atención.
Luego
entonces, la paz significa cambiar mentes. Entender que podemos construir un
país mejor en la medida en que interioricemos el ejercicio democrático del
diálogo, porque evidentemente la guerra tiene lugar cuando la comunicación
fracasa.
La
paz se construye siendo incluyente desde las escuelas, desde las empresas y en
general desde todos los campos de interacción. De cara a los postacuerdos
tendremos que cambiar nuestra visión y entender que quienes se reincorporen a la
vida civil tendrán un lugar en la sociedad que desconocieron durante su lucha al margen de la ley.
Ya se habla de un posible acercamiento
exploratorio con el ELN, lo cual es positivo. Una eventual firma con las FARC traerá consigo más inversión en educación, salud, empleo
y bienestar, en lugar de los recursos que se destinan para sostener la guerra. Y
eso constituye una noticia esperanzadora para el país.
A
su vez, el éxito de un eventual postconflicto
estará ligado a los cumplimientos acordados entre las partes. Se trata
de brindar escenarios democráticos con garantías reales para la realización de
todos los involucrados en el conflicto, desde la reparación de las víctimas
hasta la reorganización del Estado, así como el impulso de reformas que contrarresten la injusticia social y la concentración del poder.
Nuestro
reto como comunicadores pasará por hacer posible de que las cosas que pasen en
Colombia no se vuelvan cotidianas. Desde nuestra profesión y hacia el
postconflicto tenemos una responsabilidad importante en cuanto a construir un
nuevo proyecto de nación se refiere. Porque si en algo estamos todos de acuerdo es en que un pueblo que no conoce su historia
está condenado a repetirla.
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