De la tarima al timón


Por Juan Roa De Ávila

Transcurre la tarde del sábado y con ella la rutina de Enrique Monterrosa Márquez. Lo acompaño a bordo de su taxi, el cual conduce con la experiencia que le dan los años.

Concentra su atención en el timón y la carretera. Con su marcado acento sabanero, este hombre, oriundo del municipio de Ovejas, Sucre, rompe el silencio contándome que fue traído a Barranquilla a los 18 años. Corría la década de los 80´s cuando su familia se vio obligada a abandonar las tierras a causa del temor sembrado por el conflicto armado que azotaba y se hacía fuerte en la región.

Venían en busca de mejores oportunidades. Pero como la vida da sorpresas, su adolescencia se vio empañada por la muerte de su madre, quien falleció después de una larga lucha contra la diabetes. Y fue ahí cuando su familia, en cabeza de su padre, optó por radicarse en Barranquilla. Años más tarde quiso darle otros aires a su vida y decidió prestar el servicio militar en las filas del Ejército Nacional.

Nunca escatimó esfuerzos y siempre creyó en los frutos del estudio. Había logrado entrar a estudiar Mecánica Diesel en el SENA, pero el haberse comprometido tempranamente con la que hoy es su esposa lo obligó a conseguir empleos informales que le representaran alguna remuneración.

32 años acompañados de innumerables anécdotas acumula Enrique Monterrosa al frente del volante.

Mientras el tráfico vehicular se apodera del ruidoso ambiente exterior, con su grave tono de voz resalta la medida del taxímetro como buena iniciativa de equilibrio entre el ciudadano y el servicio. “Con el taxímetro nos ahorramos esa disparidad que siempre hay entre el usuario y uno; incluso, es una medida que nos permite tener más servicios. El cliente se va más satisfecho”, afirma.

Y tal vez tenga razón. En el gremio, él y sus colegas no cuentan con los beneficios que brinda un trabajo formal tales como pensión, salud, cesantías y Caja de Compensación. “Nosotros mismos nos hemos descuidado con eso, la mayoría no tenemos seguridad social. Uno se sostiene con el SISBEN. Es una buena medida siempre y cuando el patronal invierta en ese aspecto”, sentencia con descontento.

Un semáforo que cambia de verde a rojo hace notar su altibajo emocional y deja sonar la canción Traicionera del bolerista soledeño Alci Acosta. Al tiempo que canta el coro, el tráfico detiene su inspiración. Y cómo no, si por delante de nosotros resalta el amarillo  que comprende a un sinfín de taxis. Respira profundo y golpea el timón con sus manos. “Esto es lo duro de manejar. Hay demasiados taxis para poco servicio, cada día matriculan más y eso genera sobrepoblación. A Barranquilla no le cabe un carro más”, manifiesta con tono desafiante.

Enamorado de Dios y atado a sus principios católicos tiene claro el rumbo en la vida. Lo definen dos palabras: trabajo y humildad. Su filosofía la bordea el valor de la honestidad. “Aquí me he encontrado celulares, documentos, cosas materiales y siempre trato de devolverme a donde dejé al pasajero para entregarlos. Otras veces es casual y uno se queda con ellos”.

Seguramente la vida ha visto su buen actuar. Gracias a su humilde labor ha logrado levantar su casa y educar a sus 2 hijos. Con su semblante serio con pocos destellos de humor vive comprometido con su trabajo, toda vez que a lo que el reloj marca las 6 de la mañana está listo para comenzar su quehacer diario. “Salgo desde muy temprano. Hay días en los que ni siquiera he conseguido la tarifa y eso me obliga a quedarme hasta más tarde. Esto es relativo”, revela.

Bolerista frustrado

Se define como un amante de la música, un melómano por naturaleza. A un costado del carro conserva algunos CD’s del desaparecido Diomedes Díaz. Y va más allá con sus gustos: se declara un bolerista frustrado y coleccionista salsero. “Cuando estaba más joven toqué con algunas orquestas de la ciudad, lo mío era la música”.

Con esas canciones de fondo que ya no se escuchan entre la intolerante juventud trata de opacar el riesgo que demanda su oficio. En ocasiones sus turnos empiezan a las 5 de la tarde y terminan a las 6 de la mañana del día siguiente.

En su baúl de proyectos guarda el anhelo de poder tener su propio medio de producción y, si las circunstancias se lo permiten, encontrar un trabajo mejor remunerado. Sacar adelante la carrera de sus hijos Camilo y Carlos, quienes hace poco comenzaron a estudiar Administración de Empresas y Salud Ocupacional, respectivamente, se convierte en la mejor herencia que les puede dejar.

53 años llenos de historia y los que le faltan por vivir. Ser taxista va más allá de la conciencia social. Un trabajo en el que hay que mezclar la tolerancia y la atención con el afán que acarrea hacer, a como dé lugar, la tarifa del día a día. Es la cotidianidad de vivir entre las cuatro puertas que hacen del taxi su segundo hogar.

Y como ningún trabajo es deshonra, se gana la vida en un sistema que en ocasiones lo lleva a la frustración. Esa que dejará atrás el día en que el ritmo no lo marque el timón, sino la música.




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