Concentra su atención en el timón y la carretera. Con su marcado
acento sabanero, este hombre, oriundo del municipio de Ovejas, Sucre, rompe el
silencio contándome que fue traído a Barranquilla a los 18 años. Corría la
década de los 80´s cuando su familia se vio obligada a abandonar las tierras a
causa del temor sembrado por el conflicto armado que azotaba y se hacía fuerte
en la región.
Venían en busca de mejores oportunidades. Pero como la vida
da sorpresas, su adolescencia se vio empañada por la muerte de su madre, quien
falleció después de una larga lucha contra la diabetes. Y fue ahí cuando su
familia, en cabeza de su padre, optó por radicarse en Barranquilla. Años más
tarde quiso darle otros aires a su vida y decidió prestar el servicio militar
en las filas del Ejército Nacional.
Nunca escatimó esfuerzos y siempre creyó en los frutos del
estudio. Había logrado entrar a estudiar Mecánica Diesel en el SENA, pero el haberse
comprometido tempranamente con la que hoy es su esposa lo obligó a conseguir empleos
informales que le representaran alguna remuneración.
32 años acompañados de innumerables anécdotas acumula Enrique
Monterrosa al frente del volante.
Mientras el tráfico vehicular se apodera del ruidoso ambiente
exterior, con su grave tono de voz resalta la medida del taxímetro como buena
iniciativa de equilibrio entre el ciudadano y el servicio. “Con el taxímetro
nos ahorramos esa disparidad que siempre hay entre el usuario y uno; incluso,
es una medida que nos permite tener más servicios. El cliente se va más
satisfecho”, afirma.
Y tal vez tenga razón. En el gremio, él y sus colegas no
cuentan con los beneficios que brinda un trabajo formal tales como pensión, salud,
cesantías y Caja de Compensación. “Nosotros mismos nos hemos descuidado con
eso, la mayoría no tenemos seguridad social. Uno se sostiene con el SISBEN. Es
una buena medida siempre y cuando el patronal invierta en ese aspecto”,
sentencia con descontento.
Un semáforo que cambia de verde a rojo hace notar su altibajo
emocional y deja sonar la canción Traicionera
del bolerista soledeño Alci Acosta. Al tiempo que canta el coro, el tráfico
detiene su inspiración. Y cómo no, si por delante de nosotros resalta el
amarillo que comprende a un sinfín de
taxis. Respira profundo y golpea el timón con sus manos. “Esto es lo duro de
manejar. Hay demasiados taxis para poco servicio, cada día matriculan más y eso
genera sobrepoblación. A Barranquilla no le cabe un carro más”, manifiesta con
tono desafiante.
Enamorado de Dios y atado a sus principios católicos tiene
claro el rumbo en la vida. Lo definen dos palabras: trabajo y humildad. Su
filosofía la bordea el valor de la honestidad. “Aquí me he encontrado
celulares, documentos, cosas materiales y siempre trato de devolverme a donde
dejé al pasajero para entregarlos. Otras veces es casual y uno se queda con
ellos”.
Seguramente la vida ha visto su buen actuar. Gracias a su
humilde labor ha logrado levantar su casa y educar a sus 2 hijos. Con su
semblante serio con pocos destellos de humor vive comprometido con su trabajo,
toda vez que a lo que el reloj marca las 6 de la mañana está listo para
comenzar su quehacer diario. “Salgo desde muy temprano. Hay días en los que ni
siquiera he conseguido la tarifa y eso me obliga a quedarme hasta más tarde.
Esto es relativo”, revela.
Bolerista frustrado
Se define como un amante de la música, un melómano por
naturaleza. A un costado del carro conserva algunos CD’s del desaparecido Diomedes
Díaz. Y va más allá con sus gustos: se declara un bolerista frustrado y
coleccionista salsero. “Cuando estaba más joven toqué con algunas orquestas de
la ciudad, lo mío era la música”.
Con esas canciones de fondo que ya no se escuchan entre la
intolerante juventud trata de opacar el riesgo que demanda su oficio. En
ocasiones sus turnos empiezan a las 5 de la tarde y terminan a las 6 de la
mañana del día siguiente.
En su baúl de proyectos guarda el anhelo de poder tener su
propio medio de producción y, si las circunstancias se lo permiten, encontrar
un trabajo mejor remunerado. Sacar adelante la carrera de sus hijos Camilo y
Carlos, quienes hace poco comenzaron a estudiar Administración de Empresas y Salud
Ocupacional, respectivamente, se convierte en la mejor herencia que les puede
dejar.
53 años llenos de historia y los que le faltan por vivir. Ser
taxista va más allá de la conciencia social. Un trabajo en el que hay que
mezclar la tolerancia y la atención con el afán que acarrea hacer, a como dé
lugar, la tarifa del día a día. Es la cotidianidad de vivir entre las cuatro
puertas que hacen del taxi su segundo hogar.
Y como ningún trabajo es deshonra, se gana la
vida en un sistema que en ocasiones lo lleva a la frustración. Esa que dejará
atrás el día en que el ritmo no lo marque el timón, sino la música.
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